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Andar por silbar.

Diciembre del 2001. Nosotros, mi familia y yo estábamos en el campo, como casi todos los diciembres, haciendo uno de los trabajos más importantes del año, la señalada. Un casi ritual donde a los corderos se los marca en las orejas para distinguirlos, se les corta la cola para prevenir el agusanamiento y en muchos casos, se capa a los machos para que pasen a ser “capones”, un animal que tendrá la particularidad productiva de dar tanta lana como un carnero pero más fina y delicada. Con la posibilidad extra de ser carne para consumo en el futuro por no ser dura, como la que tendría el macho por condición natural. El género todavía no se puede manipular, pero si la forma de expresar su condición.

 Casi del mismo modo, se esculpían mis creencias. Yo tenía 7 años y a pesar de que no me obligaban, recuerdo lo responsable y honroso que me sentía por trabajar a la par de los peones en los corrales, lleno de tierra, transpiración, sangre de orejas, huevos y colas cortadas, pudiendo escupir para el costado y decir malas palabras. En ese lugar, había muchas cosas permitidas que en casa no lo eran, todo, por haber trabajado.

 Todavía recuerdo el orgullo interno que me daba que eso, que esas mutilaciones a animales cachorros no me dieran impresión y me gustasen en un intento muy precario de querer sentirme grande, de creer, de que el resto creyera, que eso a un nene de 7 años lo hace hombre, lo hace trabajador y el padre, en su mundo, forma hijos como consigue la finura de una lana premium.

 

   Despertábamos a las  5 am para arrancar a las 7. Muchas veces los corrales quedaban lejos de las casas, las distancias son grandes y en un campo de aquí uno puede andar 40 minutos en auto sin pasar al del vecino. 

Para el que no conoce, los campos de Patagonia se parecen a un desierto, pero, para el que tiene querencia por el lugar, lo ve más bien como un terreno prometedor de esperanzas que demoran, por lo general un año o una vida en ser, al final, una medida de fracaso. Digo, muy pocas veces he oído proyectos que en los campos de Patagonia no fueron tan sacrificados para ser concretados con éxito.

 

Recuerdo para ese entonces que la parte que más disfrutaba era después del trabajo, el pastoreo. Consiste en un pequeño arreo con la hacienda hacia un potrero con agua y pasto de calidad para que las ovejas madres se vuelvan a reunir con sus crías. Es todo un espectáculo ver cómo los corderos van balando fuertemente y las ovejas se acercan, los huelen y siguen su camino hasta dar con el indicado, con el que comparten sangre. 

Algunos no la hallan, a muchos la madre no los quiere aceptar, y ahi quedan relegados, por lo general a un costado de la majada, con el balido que se hace largo y penoso, y que para el humano, da la sensación de que en el pedido dice maaaaa en vez de meee… Se van callando, la tarde también va cayendo y no son las mutilaciones las que más le duele al cordero ahora, solitario.

Con siete años, me conmueve ver que la esperanza y la necesidad de amor no son aspectos singulares del ser humano, y son a la vez, algunas de las enseñanzas que me ha dejado la infancia esculpiendo una sensibilidad que mantenía en secreto.



 

Esa tarde el calor tenía formas, el suelo arenoso se había puesto blando y estábamos tirados bajo la sombra de una piedra porque árboles no hay. Junto a las lagartijas que se asomaban a ver quién andaba por ahí, de repente, Nelson, uno de los peones, se pone de pie como quien ve a la muerte de frente a sí mismo. Le dio ángulo al ala del sombrero para que el sol no le penetrara la visión y afiló los ojos como para distinguir qué era lo que veía.

Hay humo che, parece ser que viene de atrás de la loma que va a dar a la Tapera de Pichihueche, no vaya a ser que se haya prendido. Dijo, en el mismo tono que decía todo.

 

¿Es lejos?, pregunto sin saber dónde era la tapera que el paisano nombraba.

 

No,  legua y media, pasando al cuadro nro 2, abajito, ahí donde está el ojo de agua.

 

Yo no sabía qué era legua, tapera, ojo de agua ni dónde estaba el cuadro nro 2, pero aún así, me hice el entendido.


Ahí nomás ensillamos, él su yegua baya, y yo mi petiso pintado, y salimos al galope dejando atrás la tarea encomendada de cuidar que ningún animal se nos dispararse...

Yo por dentro iba imaginando la historia que tendría para contar en la cocina de la casa a la vuelta de lo que había sido la tarde, las felicitaciones de papá, su mano en mi cabeza por haber cometido el bien. 

Cuando por fin asomamos a la loma, no tan lejos de nosotros, se veía un hombre hecho una bolita, en cuclillas, haciendo un fuego en el medio de ningún lugar, silbando, silbando muy fuerte canciones que no conocía. Una vez que dimos vista, Nelson no quiso galopar  para no parecer desesperados. Llegamos y el hombre estaba haciendo el fuego dentro de una lata amarilla de pintura vieja esperando cocinar un piche que ya tenía despanzado sobre un neneo.
 

Se presentó como Curapil, yo estaba un poco más atrás de Nelson que nunca desmontó su caballo. Él le explicó a Curapil que nos habíamos venido por el humo porque no andábamos muy lejos, nunca le nombró la tarea que estábamos haciendo, y después me reconoció que era muy probable que si le decía, Curapil fuera a matar un cordero por la noche.

Curapil tenía mucha barba entrecana, arrugas muy negras y profundas, olor a humo y pis concentrado, un sombrero sin forma, una joroba y media que casi cubría la espalda entera, zapatos de vestir que le quedaban muy grandes, sin cordones, atados con algo que nunca supe qué era. Un pantalón sin botón con tanta tierra como la que guardaba por debajo de sus uñas, y una especie de bolsa, no muy grande, con tarros y tarritos vacíos y creo que nada más dentro.

Nelson le preguntó para dónde iba, él dijo que para Anecón, a hacer un alambre. Yo estaba impresionado, no tenía voz, aunque de todos modos sabía que no podía preguntar nada.

Nos saludamos y pegamos la vuelta. El viejo quedó silbando, igual que como lo habíamos

encontrado, nunca se puso de pie, no pidió nada y no le ofrecimos nada.



En el campo hay algo que sobra, pero que hay que saber medir, es el tiempo y las palabras.
Hay que conocer muy bien el momento para decir lo que se va a decir. Uno no puede fallar, no hay segunda oportunidad.
En el campo se puede decir todo, pero siempre, con seguridad de que otro no escuche, como para no levantar rumores de lo que anduvo diciendo otra persona. Nadie quiere ser el dueño del rumor, aunque todos lo distribuyan a diestra y siniestra.
Entonces esperé a pasar la loma porque no había viento y seguro que Curapil podría escuchar la conversación si nosotros podíamos oír con claridad el silbido de sus cantos en el silencio hondo de Patagonia.
La intriga me carcomía por dentro. Quién era?, qué hacía? dónde vivía, si el pueblo más próximo estaba a 70 kilómetros?


 

Pasamos la loma, pregunté, y Nelson no respondió, se ve que fue demasiado pronto. Me lamenté y tuve que esperar a llegar a casa. A papá sí que le podía preguntar todo.

Curapil es un linyera dijo, sin darle mucha importancia. Y yo no podía creer como no se había sorprendido con lo que había descubierto esa tarde.

 

Y qué es un linyera?

 

Un caminante. Es gente que anda, desde siempre, yo me acuerdo cuando éramos chicos sabían pasar por el campo, se les daba comida por algunos días, después seguían.

Dónde duermen?

 

En el campo, ahora en verano saben caminar mucho de noche, por el calor.

 

A dónde van?

 

A ninguna parte, son locos, que andan por ahi, trabajan unos días pero no se quedan, les gusta andar.

 

Ese día aprendí muchos conceptos nuevos, linyera, tapera, ojo de agua y en secreto, siempre me pregunté qué era lo que en realidad buscaba Curapil al caminar solo por los campos de piedra, arena y plantas de ramas desparramadas a puñados por el suelo. Ese día, conocí en silencio, una forma de libertad que ni yo mismo entendía del todo…


 

Pasaron los años, ya tenía 23 y Nelson no estaba más con nosotros, pero otro trabajo nos reunió en los corrales una mañana helada de septiembre.
La primer conversación del día en el campo es siempre la misma.
Uen día!

Corto, lo más corto posible, sin pronunciar la B.


Madrugaste?  pregunta uno.

Siempre son las siete, siempre, desde que recuerdo, y para mí eso siempre es y será madrugar, pero aún así hay que decir que no, en tono despreocupado porque ése es uno de los valores del campo, trabajar, ser hombre y madrugar, va todo de la mano. 

Entonces, casi obligado uno debe repreguntar porque esa pregunta en realidad tiene el objetivo de la respuesta que pueda dar el consultante.

 

Uste´?, madrugó?

 

Ahí el paisano se manda la parte, y dice que desde las cuatro está tomando mate en la cocina. Para ellos, estar siempre un paso adelante no es pensar lo que uno todavía no pensó, es estar despierto, al menos, una hora antes que el otro, estar listo antes que el otro. El tiempo, el tiempo y el campo...

 

“Pero anoche dormí bien mal” dice Espinoza, moviendo la cabeza y arrugando la cara para demostrar lo mal que había pasado la noche entre una pitada que larga humo y vapor.

 

Qué pasó?

 

Qué no cuchate?

 

No, qué pasó?

 

El finao Curapil que andaba silbando, queijo de puta lo fuerte que silbaba el viejo. Y no se quería ir eh, no se quería ir.
Asi que me levanté a ponerle leña a la cocina y ahí nomá, le prendí una vela.
Y me quedé rezando por el finao Curapil, hasta que ya después ya no se oyó más.

Siempre anda de pasada, pero uno le prende una vela, le canta unos rezos,le recita unos versos, y el viejo se calla.

Yo quedé tan impresionado como cuando lo ví a los 7 años, todavía recuerdo el sonido del silbido.



 

La infancia lo esculpe a uno, lo hace, le da una forma que muchas veces lo condiciona, como al carnero que lo hicieron capón por el simple hecho de haber nacido varón.

 

 Locos, locos que van a ninguna parte, pensé siempre repitiendo las palabras de mi padre, y nunca me animé a creerme un caminante.
Toda la vida me pregunté qué buscaba Curapil andando. Y siempre llegué a la conclusión de que hay gente que no busca, que simplemente anda.


 

 Y me encuentro, muchas tardes  haciendo cosas por hacer, mirando por mirar, en silencio por no hablar, y entonces me sale silbar.
Y pienso que me gustaría que el día que me muera, alguien me prenda una vela y me recite un verso sólo por el hecho de haber sabido andar.





 

Cocho Contin. Mayo 2020

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